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Presentación
No escasea la literatura científica que se refiere al médico deteriorado, al médico enfermo. Bien documentada está la elevada frecuencia de depresión, alcoholismo, drogadicción, dificultades maritales, agotamiento profesional y suicidio entre los miembros de nuestro gremio. Recordemos el estudio clásico de C. Thomas, quien siguió por muchos años las carreras de 1 337 estudiantes de medicina del Hospital Johns Hopkins y describió “el lado oscuro de la medicina”: la elevada frecuencia de hipertensión arterial, trombosis coronaria, depresión, suicidio, discordia marital, drogadicción y cáncer. Los estudiantes de medicina suelen abusar de drogas, más de la mitad requieren psicoterapia y sólo los accidentes superan al suicidio como principal causa de muerte.
Como todo mortal, sufre a menudo de los embates de la enfermedad y esta situación de “médico enfermo” es casi siempre desesperada, difícil y, muchas veces, trágica. Tres circunstancias contribuyen a exagerarla:
El médico es casi siempre pesimista y alarmista y pronto se figura ver, en su mal, cáncer, diabetes, enfermedades crónicas discapacitantes o algo semejante, que por grave o difícil de curar lo lleve pronto a la nada. Contribuye bastante a la desesperación su falta de credulidad en la terapéutica y la poca disciplina que puede mostrar para llevar a cabo tratamientos que impliquen apego y subordinación a otro colega, sin tomar en cuenta su poca credibilidad a las prescripciones recomendadas por otro médico y al frecuente abandono de las mismas en cuanto se siente mejor (con cuánta frecuencia criticamos esto último cuando lo hacen nuestros pacientes), observándose los hechos más curiosos, ya sea el empleo de medicamentos en forma intensiva, fuerte (a veces incluso en dosis tóxicas), cuando cree haber dado con alguna causa combatible, o a la inversa, la fobia a las medicinas, el miedo a los efectos secundarios y a sentirse intoxicado por ellas.
En realidad, el médico enfermo no suele ser desobediente sino más bien escéptico, incrédulo, y cuando al fin decide llevar a cabo la orden del médico que lo atiende, da la impresión de un soldado que va a la guerra a sabiendas de que será derrotado. Pero el médico enfermo en realidad no es cobarde. Considero que es más denodado el hombre que lucha hasta lo último, el que combate contra el infortunio, que el que espera inmóvil el fin de sus sufrimientos; el médico enfermo tiene una actitud intermedia: espera tranquilamente lo irremediable y lucha sin fe terapéutica.
La falta de tiempo para enfermarse es un factor que debe tomarse en cuenta; solamente la absoluta imposibilidad de trabajar hace que el médico abandone a su clientela; los malestares sencillos y aun algunos graves que no impiden la deambulación o el mantenerse de pie permiten al médico enfermo seguir ejerciendo su profesión. Así, hemos conocido casos de médicos caídos en la sala de operaciones (en la tercera cirugía de ese día) víctimas de un sangrado masivo por divertículos que se había hecho manifiesto desde la primera hora de la mañana y que fue confundido o interpretado como un cuadro de hemorroides; tener un infarto en su consultorio o en un servicio de urgencias, cambiando, en el mismo turno, del rol de médico al de paciente porque en realidad estaban más enfermos que el que los consultaba, interpretando el dolor precordial que los aquejaba desde horas antes como una indigestión, etc. Médicos que continúan acudiendo a su consultorio teniendo colocadas cuatro bolsas de estomas (esofagostomía, gastrostomía, yeyunostomía y un Penrose para drenaje) y que se negaban a permanecer en casa a pesar de tener indicada la alimentación continua con sonda enteral, etc. Como éstos, serían innumerables los ejemplos que podríamos dar y que podrían hacernos pensar en un estoicismo a toda prueba o en una negación absurda de la vulnerabilidad física del médico.
Con relación al estoicismo (¿heroicidad?) del médico, podríamos poner otros ejemplos, como la anécdota de un cirujano a quien, al hacer esfuerzo en una maniobra difícil de intervención abdominal profunda, se le estranguló una hernia y al terminar la operación fue colocado a su vez en la mesa de operaciones para tratar su grave padecimiento. O el caso de un distinguido internista que al salir de una visita fue atropellado por un automóvil, sufrió la fractura de una pierna y seis días después de colocados los fragmentos óseos en su lugar, y llevando un pesado aparato de yeso, daba consultas en su cama y aun hacía reconocimientos físicos.
Esta actitud valerosa y denodada le ocasionó una pequeña desviación de la fractura y le aumentó temporalmente los dolores óseos, pero él no se lamentaba de su actitud y prefería haber seguido prestando sus servicios a su numerosa clientela.
El médico enfermo presenta, además de las manifestaciones propias del padecimiento que sufre, otras debidas a lo que sabe o cree saber y a la autosugestión; el hecho de haber visto o leído los síntomas de la entidad patológica lo convierte en un enfermo en el que, además de las manifestaciones indudables y verdaderamente reales, existen otras, molestas y difíciles, originadas en su mente, mantenidas por la subconsciencia y a veces permitidas por cierta abulia.
La idea del mal o del dolor se convierte en sensación maléfica o en algia molesta y aún suelen presentarse manifestaciones viscerales de causa esencialmente psíquica, y cuya particularidad es que en el médico pueden corresponder tanto a síntomas del padecimiento como a manifestaciones contenidas del sufrimiento corporal o psíquico, causando una vida azarosa y de pocos descansos verdaderos.
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