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ISBN: 978-607-741-281-6, 1ra. Edición, 1921
82 páginas, 13.5 x 21.0 cm, Enc. rústica
Tras un acto de caridad un joven estudiante, el peor de su grupo debido a que por ayudar a su madre haciendo recados y pequeños trabajos, por lo que no le quedaba tiempo para estudiar, se da cuenta de que tiene la posibilidad de meterse en la mente de otras personas y con ello leer sus pensamientos. Valiéndose de este poder, se convierte en el mejor estudiante y busca ayudar a la gente; con el correr de los años consigue apoyos financieros para la adquisición de un terreno y la construcción de un centro educativo y deportivo para niños de escasos recursos.
Este cuento lo he contado tantas veces que ya lo elevé al rango de verdadero, a pesar de haberlo arrancado de un hermoso sueño que tuve en mi infancia y que conforme lo refería lo adornaba con ciertas invenciones para hacerlo más real, hasta quedar tal como ahora lo he escrito; sin embargo, siempre que lo leo me deja un misterioso aroma a gardenias, por eso se lo voy a narrar, para que ustedes, si perciben ese perfume, lo consideren como verídico, de lo contrario, pertenecerá a la ficción.
Había una escuela allá, en la ciudad de Pachuca, llamada Hijas de Allende, ubicada en la Avenida Juárez. Su directora era una persona estricta que gustaba de la limpieza, la educación y las buenas costumbres. Las clases las daban maestras preparadas, atractivas y de personalidad parecida a la de las monjas del siglo XIX.
El colegio poseía un campo en cuyo centro se encontraba un pozo del cual sacaban el agua para la limpieza, debido a que era salada y poco potable. En uno de sus ángulos se hallaba cercado por rejas de madera un precioso jardín que albergaba dos pinos, un durazno y un naranjo que servían para oxigenar a los alumnos; en otro de sus ángulos, sobre un fuerte roble, estaba la campana, cuya cuerda, al ser accionada, anunciaba las horas de entrada, del recreo y del fin de la jornada de enseñanza. En una de sus aulas, la más cercana al jardín, estaba el salón de clases del sexto año, es decir, el último escalafón para obtener el certificado de haber terminado el primer ciclo de la escuela primaria. Y es precisamente en este sitio y en esta aula donde se inicia esta historia. Ese salón era amplio, la puerta de entrada estaba exactamente a un lado de la pared que lucía el enorme pizarrón negro en cuya base estaban los gises que se usaban para anotar las frases, los números y otros elementos de la enseñanza. Su cupo era de treinta alumnos, veinte varones y diez damas; la clase la daba una atractiva señorita de nombre Ruth.
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